Los primeros libros que leyó eran de Política. Recuerda los colores, tamaños, texturas de todos ellos, pero ninguna palabra o título. Los tomaba todos de un feo librero metálico que una tía tenía en casa. Luego leyó un libro aburridísimo, El luto humano de José Revueltas. Tampoco recuerda mucho, solo que había gente muerta.
Ese recuerdo llegó a ella mientras estaba sentada en la pequeña silla azul, frente al escritorio que tenía en su departamento. El lugar estaba casi vacío: la silla donde estaba sentada, el escritorio frente a la silla, una cama con dos cobijas dobladas perfectamente sobre las sábanas, que daban la impresión de nunca usarse. Había, también, un pequeño librero de cuatro repisas color blanco. A veces intentaba escribir en una de las repisas, usarla como área de trabajo. Sabía que Hemingway terminó de escribir París era una fiesta de esa forma. Sobre una de las repisas de su librero, donde también escribió el reportaje El verano peligroso. Nunca pudo. Le resultaba incómodo y le entristecía no poder hacerlo. Incluso llegó a creer que su bloqueo como escritora, si es que podía hacerse llamar escritora, se debía a que no podía escribir como Ernest lo había hecho. Tal vez lo que necesito es un gato, pensaba. Y entonces, por casualidad o destino, en esa época le regalaron un gato.
Además de la silla, el escritorio, la cama y el librero. No había casi nada más. Los otros objetos que llegaban eran viajeros que iban y venían. Las tazas se rompían, los frascos de café se vaciaban y ella los desechaba, jamás comía en casa, así que no había muchos utensilios además de copas y tazas. Las copas, por supuesto, eran para el vino. Compraba siempre vino caro, aunque en ello se le fuera el dinero de casi media renta.
Esa noche, como decía, recordó El luto humano. El libro del que solo recordaba muertos. Lo entendió todo. Estaba de luto, llorándose en su propio funeral. Se quedó dormida, o muerta, con la cabeza recargada en el escritorio y dejando una marca de baba a un lado del ordenador. Junto a ella había hojas arrugadas, una botella de tinto vacía, una carta que jamás llegaría a Europa, un ejemplar de La Tumba de José Agustín y un diccionario de bolsillo Español - Francés.
A muy bajo volumen sonaba una canción de Charlie Parker.
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